Semana 4: Another brick in the wall
Hace semanas que Juan no puede
pegar ojo. Se siente encerrado en su propia casa desde que el vecino levantó el
muro de setos en el jardín. Juan sabe que con solo abrir la puerta de la
entrada podría salir y respirar aire fresco pero no le da la gana. Prefiere
pasarse el día y la noche observando el muro.
Lo ha revisado de arriba
abajo, de izquierda a derecha y en diagonal; para su desgracia, no ha
encontrado ni una solo agujero. Es un muro tupido, perfumado y de color verde
oscuro. De tanto mirarlo y olerlo, Juan ha llegado a la conclusión de que el verde
es igual al del agua turbia del antiguo lavadero del pueblo. El olor, en
cambio, le recuerda al aroma que desprende la Jimena cuando quiere engatusarlo
para conseguir algo. Empieza a conocer a aquella barrera tan bien como a la
propia mano, tanto como se puede llegar a conocer al enemigo que uno tiene
dentro de sí mismo. Pero el muro es distinto al enemigo interior de Juan,
parece no tener puntos débiles y esto molesta al hombre sobremanera.
Al día siguiente de que
apareciera la mole pardusca en el patio, Juan se encaró con el vecino. Le dijo
que “cómo es posible que hayas levantado esta monstruosidad sin consultármelo
primero”. Apeló a la amistad y buena convivencia que siempre había existido
entre sus familias para conseguir, sin éxito, que el vecino derrumbara el muro.
Llegó un momento en que Juan perdió los papeles y suplicó, entre mocos y
grandes aspavientos. Andrés, el vecino, se compadeció del hombre, pero no cedió
a las peticiones de Juan. No podía, así se lo dijo y le cerró la puerta en las
narices. Juan regresó cabizbajo al patio y siguió contemplando al muro de setos.
Durante días Juan estuvo
buscando la forma de hacerlo desaparecer. Aquello no le dejaba descansar. Iba
por el jardín murmurando imprecaciones, lanzando bufidos, mirando al muro de
reojo y maldiciendo. De vez en cuando arrancaba alguna rama, escupía al suelo y
juraba que acabaría con los setos “a mordiscos”. Cuando se sentaba a la mesa
para cenar, refunfuñaba mientras se llevaba los macarrones a la boca. De noche
se levantaba infinidad de veces para mirar por la ventana. Esperaba que aquello
no estuviera allí pero, cada vez que se asomaba, veía la gran masa de setos,
inalterable a sus miradas de odio.
Desde hace unas noches, entre
la duermevela, le acosa como una sombra de deformes ojos grises y largos brazos.
Juan despierta entre sudores, se acerca por enésima vez a la ventana y vigila; la
endemoniada barrera le está amargando la existencia.
Lo cierto es que Juan es un
hombre perdido desde hace tiempo. Nunca ha sido demasiado espabilado ni ha
tenido grandes aficiones. Durante cuarenta y tres años ha trabajado en lo
mismo, de peón en la cementera del pueblo. Hace un año escaso que lo han pre
jubilado, pero desde hace mucho antes que él ha llegado a la conclusión de que
nunca ha sido un hombre ni demasiado útil, ni demasiado imprescindible. Sus
pocos vicios son el alcohol, que desde hace meses bebe en demasía, algún que otro pitillo de vez en cuando y dormir a
la fresca viendo como el sol se esconde, con pereza, por detrás de los montes
que bordean las casas del pueblo. Ahora estos momentos de asueto han
desaparecido, junto con los montes y el sol, la colosal valla le impide la
visión. Juan siente una ansiedad creciente que le paraliza hasta hacerlo jadear
por la angustia.
A Jimena no le ha contado nada
de todo eso. Él cree que ella hace tiempo que lo mira distinto. Lo mira como si
fuese una carga, como si ya no le aportara nada, sin calor en los ojos. Por eso
prefiere callar a tener la certeza de que así sea. Pero todo es peor desde que el
muro se interpone entre él y todo lo demás. Desde que aquello ha llegado a su
vida ha dejado de creer en sí mismo y en el futuro.
A la semana de tenerlo en el
jardín, a Juan se le ocurrió coger la podadera que tenía en la caseta y empezó a
cortar. El hombre furibundo daba bandazos aquí y allá, tijera en manos, como un
castizo samurái venido a menos, la boina calada hasta el nacimiento de las
cejas y un pitillo pegado en el labio inferior. A veces reía entre dientes
viendo como caían por doquier las ramas ganadas a los setos. En un momento el
patio se llenó de cadáveres verduscos. Pero Juan se cansó pronto, a sus sesenta
y cuatro años mal llevados, la fuerza se le escapaba por la boca. Jimena, al
regresar a casa al mediodía, se lo encontró cubierto de broza, hormigas y sudor.
Él estaba sentado en una hamaca, los hombros caídos, una cerveza en una mano,
la podadera en la otra y un gesto de amarga derrota en el rostro. El muro había
sobrevivido a la violencia desatada y, aunque algo magullado, se elevaba ante él,
mudo e indestructible, ajeno al hombrecillo que era su marido, como un dios ancestral e inalcanzable.
—Éste cabrón me ha ganado,
Jimena. Ya no sirvo para nada.
Jimena no dijo nada, lo miró
como se mira a alguien al que se le ha entregado toda la vida y de pronto te
das cuenta de que está vacío por completo; Juan era un muñeco roto que ha
perdido toda la borra. Sabía que a su marido le pasaba algo muy malo. Entró en
la cocina y se puso a llorar.
Desde entonces han pasado seis
semanas y, aunque Juan a veces reconoce entre dientes que la barrera es bonita,
“majestuosa” como le gusta describirla, ya no puede más. Se siente sometido por
aquella pared de arbustos que le imposibilita la vista. Siente su libertad y su
hombría aniquiladas por un enemigo silencioso y voraz al que no consigue
vencer. Cada vez se encoge más ante el muro y cree que es momento de hacer algo
para no desaparecer del todo.
Esta mañana se ha arreglado
después de meses sin hacerlo y ha ido a ver al alcalde. Lleno de esperanza y
remordimiento ha denunciado a Andrés por haber construido una valla de setos
que a él le parece una “intromisión en su libertad de conocimiento” y un “acoso
premeditado a su salud mental”.
Jaime, el alcalde, con los
pies encima de la mesa de su despacho, ha escuchado al pobre Juan sin decir ni
mu hasta que el hombre ha acabado con su queja. Después le ha dicho con mucha
paciencia y sensatez.
—Juan, no creo que sea asunto
tuyo si el vecino pone setos en su finca. Seguro que tienes cosas mejores en
las qué ocupar la mente. Hace un año que te has jubilado y podrías hacer lo que
quisieras, pero te pasas el día en casa. Tienes el huerto hecho un desastre. La
Jimena está preocupada; dice que últimamente pareces un alma en pena, que bebes
más de la cuenta y que casi ni hablas con ella. ¿Cuándo fue la última vez que
saliste al campo o simplemente a pasear por el pueblo? No te hemos visto por el
casino ni un solo día desde hace meses. Venga hombre, la jubilación no es el
fin del mundo, ahora es el momento de vivir.
Juan ha mirado al alcalde. Los
ojos blandos y húmedos como los de un cachorro abandonado.
—Jaime, te juro que ese muro
es el mismo diablo.
—Venga amigo, no digas más
sandeces. ¡Ea! Hoy vístete de domingo y lleva a la Jimena al cine, en el casino
echan una de nuestra época. Vamos, ánimo y deja al vecino tranquilo, que ya
somos mayorcitos.
El alcalde ha despedido a Juan
con un golpe amistoso en el hombro. Pero a Juan aquella conversación lo ha
alterado todavía más. Ahora, sentado ante el muro, con la mirada perdida en él,
cavila la manera de prenderle fuego.
***
En el pueblo de La Laguna son
las cuatro de la madrugada pero suenan sirenas. La casa de Juan está ardiendo. La
explosión de la bombona de butano se ha oído a kilómetros. Jimena está siendo
atendida por enfermeros. Desde la camilla observa, horrorizada, como las
lenguas de fuego devoran su hogar. Está cubierta de hollín, tose violentamente
y con fuertes sacudidas. Tiene algunas quemaduras de importancia, pero ha
podido escapar por la ventana del dormitorio, no sin dejarse la rodilla
izquierda en la caída. Gran parte de los vecinos se han acercado hasta el lugar
sobrecogidos por la detonación de la bombona y el espectáculo dantesco del incendio.
Alguien pregunta por Juan pero nadie sabe nada. Al otro lado de la calle,
detrás de la casa, en el jardín, el muro de setos se consume envuelto en llamas:
ha perdido la batalla contra un jubilado que al fin descansa. Juan también es
pasto del fuego, caído de bruces sobre el patio todavía agarra un mechero y un
bote de alcohol de quemar.
R.C. Martínez
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