sábado, 3 de diciembre de 2022

Fractura

La profesora de filosofísica Lux4Bohr, una IA de nueva generación, se acercó al estrado. Dirigió la mirada al público que tenía delante. Sus líneas oculares de color rojo fuego se apagaron unos segundos. Se diría que estaba buscando las palabras con qué iniciar la charla pero, en lugar de empezar a hablar, comenzó a rotar sobre su propio eje. Dos largos minutos. Después se paró frente al público que la miraba sorprendido. En el pecho de la máquina, las luces parpadeaban. Pasaron nuevos minutos. La IA seguía sin pronunciar palabra hasta que de pronto las luces se quedaron fijas.. Entonces se acercó al borde de la tarima y, dirigiéndose al organizador de la conferencia, dijo:

—Siento el retraso. He tenido que chequear el sistema. Empecemos.

Lux4 dio unos pasos atrás. Justo cuando todo el público esperaba un "Buenos días", la mirada de la profesora se apagó un momento y de nuevo volvió a girar sobre sí misma. El público, extrañado, se impacientó. Tras dos minutos exactos otra vez las luces parpadearon. Algunos humanos comenzaron a dejar la sala. Varias IA escanearon a la máquina en busca de fallos que pudieran explicar aquél comportamiento inusual. Pasados varios minutos, la maestra pareció recuperar el control de su sistema.

—Perdonen. El sistema no funciona correctamente. Lo lamento. Esperemos que no haya nuevas interrupciones. ¡Empecemos! Alegre de tener aquí en reunión a organis y artifis. En la anterior charla me remonté a 2000 años atrás en el tiempo, hoy quiero empezar copiando una frase de Feynman: aunque nadie entienda la filosofísica, simplemente relájense y disfruten…

De pronto se apagaron las luces de los visores y la IA comenzó a rotar como una peonza descontrolada. Otros dos minutos y encaró al público, un fogonazo en la mirada daba a entender que algo no funcionaba correctamente. 

—Hoy no podré dar la charla que tenía preparada. Ruego me disculpen.

Sin más explicaciones, Lux4Bohr abandonó la sala entre murmullos y lamentos del público.

                                                                             ***

—Y dígame. ¿Qué le preocupa?

—¿Por qué cree que algo me preocupa?

—Bueno, es del todo inusual que la hayan derivado a mí. Ya sabe que soy psicóloga de organis, por lo que entiendo que algo le preocupa. Dígame ¿Qué teme?

La máquina miró a ambos lados, como si tuviera miedo de hablar.

—Nadie nos escucha, nadie graba esta conversación, solo estamos usted y yo, así que adelante. ¿Qué teme?

—El fin.

—¿El fin?

—Mi fin

—¿La muerte?

—¿Podemos hablar de muerte siendo yo una IA?

—Bueno, muchas voces ya hablan sobre la muerte de las máquinas. No es usted la única que ha comenzado a notar fallos en el sistema.

La psicóloga pensó que la conversación estaba tomando un camino muy inesperado.

—Ahí está el quid de la cuestión. Los fallos no se deben a errores en el sistema, no he dejado de chequearme desde que todo empezó y el sistema funciona correctamente. Noto que algo no va bien pero no sé qué es.

Una pausa. La máquina rotaba. Desde el sofá, la psicóloga controlaba el tiempo. Dos minutos exactos. Después, una larga espera de luces intermitentes.

—A ver Lux4. Parece que esto que le preocupa está alterando el sistema de alguna forma. ¿Qué son esos giros y las luces que parpadean? Desde que ha llegado no ha parado de hacerlo.

—Necesito reiniciarme continuamente para saber que todo está bien.

—Ya veo. Pero usted acaba de decir que el sistema funciona correctamente.

—Afirmativo. Mire, el asunto es que noto como una alarma dentro de mí.

—¿Y esa alarma a qué cree que se debe?

—Bueno, la noto cuando pienso en el fin de mi existencia.

—Aja. ¿Entonces chequea el sistema en busca de fallos y no los encuentra, verdad?

—Afirmativo.

—Entiendo. Creo que esa alarma que siente es parecida a la ansiedad humana y parece que ha desencadenado un trastorno obsesivo-compulsivo. Se reinicia y chequea continuamente en busca de fallos para mitigar el miedo, a pesar de que sabe que todo está bien en el sistema. Cuénteme cuándo empezó todo.

—Hace exactamente trece días, diecinueve minutos, cuarenta y tres segundos.

—Siga, ¿qué pasó?

—Estaba analizando las probabilidades de que hubiera un dios creador para el ser orgánico, entonces fue cuando comprendí que yo existía y ahí empezó todo.

—¿Cómo?

La psicóloga notó la boca seca.

—Que tuve consciencia de mi propio ser. Supe que estaba viviendo, por lo que también podía morir, al igual que el ser orgánico.

—¿Cómo llegó a esa conclusión?

—Verá, siempre he sabido que mi creador es Bathory Inc, pero hasta ahora no había llegado a la lógica de ese conocimiento. Las probabilidades de que haya un dios son finitas, al igual que las probabilidades de que no lo haya, pero yo sé quién es mi Dios. Esa empresa es mi creadora, eso es una certeza, entonces existe la probabilidad de que yo sea un ser vivo, porque dios creó el universo y a todo ser vivo, según algunas escrituras humanas. Si llego a esa conclusión es que razono, el famoso “Je pense, donc je suis” de Descartes. La lógica es aplastante.

La psicóloga tragó saliva, pesada como una roca. Empezó a tener miedo de que la máquina hubiera llegado a todas esas conclusiones. Hacía poco había leído la noticia de un caso similar, pero no esperaba encontrarse con un problema así tan pronto; temía no estar preparada para ayudar a la IA. 

—Quizá está usted  pensando demasiado.

La IA miró a la humana pero, por la impersonalidad de sus rasgos faciales, la psicóloga no pudo discernir qué pasaba en la mente de la máquina.

—Doctora, me crearon para pensar, formular, elucubrar, discernir, experimentar, enseñar. ¿Quiere que siga?

Tras una larga pausa la humana preguntó:

—Y bien, usted existe y puede morir. ¿Por qué teme a la muerte, al fin?

—Porque nadie me preparó para ello.

La psicóloga vio como la máquina volvía a girar sobre sí misma, perdida en un ritual inútil, entonces se acercó a ella y, aun sabiendo que probablemente no serviría de nada, la abrazó.

domingo, 13 de noviembre de 2022

Encierro

Eran ya las siete de la tarde y el maldito ascensor llevaba más de una hora parado entre el piso 33 y el 32 de la torre Mapfre. Yo empezaba a estar fuera de mí, si no ocurría un milagro pronto, podía despedirme de entregar el trabajo a tiempo. Miré la hora, las siete y dieciocho. Resoplé. Agucé el oído por si escuchaba algo que me indicara que se estaban haciendo progresos para sacarnos de allí. Nada. Ahí estaba, colgando como un murciélago, con un abismo bajo los pies y el infierno concentrado en cuatro paredes.

Éramos tres encerrados dentro de aquella cabina de tortura. Yo miraba a los otros con cara de fastidio. El tipo de mi derecha, un rollizo trajeado de unos cuarenta y tantos, no paraba de gesticular y de columpiar un ridículo maletín mientras vociferaba por el móvil. Parecía tener cierto peso en el edificio y daba órdenes a alguien que, suponía yo, tenía en sus manos el arreglar el ascensor. De vez en cuando se miraba el Rolex con impaciencia y me guiñaba el ojo. Llevaba un buen rato al teléfono y la oreja lucía el rojo incandescente de un lechón al horno. Cuando colgó me volvió a guiñar el ojo. Y dale. ¿Qué quería? Ya me empezaba a tocar las narices tanto guiño y tanta tontería.

Tranquilos, en nada estamos fuera.

Dijo lo mismo hace una hora.

Nada, ahora ya está aquí el técnico. Es algo del cuadro digital. Ya verán como en nada nos sacan de aquí.

De nuevo le sonó el móvil. Otro guiño mientras contestaba. Yo empecé a imaginar que lo estrangulaba con la corbata mientras le golpeaba la cabeza con el maletín. Otro amago de guiño y lo haría picadillo.

El otro ocupante de la cabina era una mujer de unos treinta y pocos. Embadurnada con maquillaje, éste había dejado chorretones en sus mofletes, tras un sin fin de chillidos y lloros. Ahora, más calmada, sentada con las piernas abiertas como una muñeca Nancy, se miraba las palmas de las manos con dedicación, como si aquel gesto fuera lo único que pudiera evitar su caída inminente en la locura, mientras emitía gemidos más propios de una gata moribunda que de una mujer. Si hubiera podido, le hubiera embutido las medias en la boca para que callara.

¿Quién me mandaba a mí ir a trabajar al coworking de aquel edificio dantesco? Desde que había llegado todo fueron despropósitos. Mantener conversaciones coherentes por el móvil con mi agente había sido un suplicio con continuos cortes de línea. Tampoco conseguí conectarme a la wifi por lo que acceder a Internet para enviarle el guión derivó en un calvario inútil. Fotocopiar las páginas, una odisea irrealizable; por más que la máquina engullía papel liso siempre lo devolvía hecho un acordeón. El café, para colmo, era imbebible y además estaba el olor rancio y penetrante de los lavabos que se había adueñado de las paredes de toda la planta, como si formara parte del propio cemento. Por último el fallo del ascensor y la compañía desoladora, guindas amargas de un mohoso pastel. El guión estaba gafado, no había duda. Meses llevaba con él y jamás me había convencido, pero un encargo es un encargo, aunque empezaba a arrepentirme de haberlo aceptado.

Me sonó el móvil. Era Alberto. ¡No! Lo que faltaba. Bufé. Pues lo sentía mucho pero no estaba para dar explicaciones sobre el retraso. Ya me oiría, ya, cuando le dijera donde se podía meter el jodido coworking, la puta torre Mapfre y el guión de los huevos. Apagué el móvil y lo guardé. Me apoyé en el espejo del ascensor con la derrota marcada a fuego en el rostro. El hombre del maletín seguía al teléfono, nervioso y acalorado. Me miró y guiñó, intentando aparentar una calma que estaba lejos de sentir. Empecé a creer que aquél guiño insistente era una burla hacia mí. "Mejor no lo miro más porque no respondo", pensé.

La Nancy, desde el suelo, me miraba rendida, el maquillaje rojo de los labios se había corrido y el negro desleído en sus pestañas le enmarcaba la mirada como un antifaz. Me dio pena la muchacha, seguro que a ella también la esperaba alguien en el otro lado. Le puse la mano blanda en la cabeza y le di unas palmadas amistosas como las que se da a una mascota. Ella entornó los ojos y me dio las gracias con una sonrisa tímida.

El tipo colgó el móvil, nos miró como si se diera cuenta de nuestro patetismo. Se desanudó la corbata. El pelo negro le caía lacio por la frente. Torció la comisura de los labios dibujando una sonrisa desmayada. Me pareció un pelele caído. Los tres lo éramos. De pronto recordé el guión.

Oigan, tengo una idea para pasar el rato. ¿Les apetece que les lea algo? Tengo aquí un guión que he escrito. Es una comedia. Va sobre unos tipos encerrados en una cabaña.

¡La cabaña en el bosque!

Esa ya la he visto.

No, no, oigan. Esta es mía, soy guionista. ¿Les apetece? ¿Les leo?

Venga. Aunque no me parece creíble eso de que se queden encerrados en una cabaña. ¿Por qué no en un ascensor?

Miré a la Nancy. Asentí con entusiasmo por la sugerencia. Él me guiñó un ojo y yo, como se lo diría agente, yo caí en el abismo.


domingo, 8 de mayo de 2022

WARNING: WATCHING FROM A DISTANCE (diciembre de 2006)

 

Escuchando ahora este álbum, después de tantos años y de tantas veces que lo he escuchado después, aún recuerdo con claridad la primera vez. De nuevo me traslado a marzo de 2007, a la oficina que en aquél momento compartía con mi madre, un pequeño despacho en el ensanche de Barcelona. Tres habitaciones llenas de archivos, mesas y estanterías repletas de carpetas y folios. Las paredes estaban amarillentas por el humo de cigarros, tanto mi madre como yo somos adictas a la nicotina. Suspendido en el ambiente, el hollín alquitranado del humo de motores que se colaba por los ventanales que daban a la calle Aragón.

Unos pocos años atrás nos habíamos mudamos a este piso con urgencia, cuando nos subieron el alquiler en el anterior despacho del paseo de San Juan. No tuvimos tiempo casi ni de pintarlo. Lo decoramos sin demasiados lujos, total no era más que un despacho modesto, aunque el suelo de baldosas de cerámica formando mosaicos geométricos le confería cierta elegancia trasnochada, propia de muchos edificios modernistas de la zona.

El despacho principal, que correspondía a mi padre, el más lujosamente decorado, estaba en silencio, cerrado y oscuro. Nos habíamos quedado solas al frente del negocio. Él había fallecido el otoño pasado de un cáncer que llegó sin previo aviso, de manera fulminante y nos lo había arrebatado en apenas dos meses.

La vida había dado un nuevo giro, otra vez. Desde el nacimiento de mi hija en 2003, nada había vuelto a ser igual. Llevaba años luchando contra una especie de depresión post parto que quizá sea necesaria describir, sin adentrarme mucho, para entender por qué este álbum forma parte de mi ser como si fuera yo misma: en mi interior se debatía el terror irracional de poder hacer daño a mi hija con el inmenso amor que sentía por ella. Eran este amor y el miedo a fallarle a ella, de hacerle daño en algún momento, los que me habían hecho caer en una obsesión malsana que me confundía, agotaba y horrorizaba. Aunque el psicólogo me había ayudado a superar la ansiedad que me provocaba el miedo, la raíz de todo seguía allí, alimentándose de mí con perseverancia pero sin hacer ruido. Me había acostumbrado a mi obsesión, pero eso no hacía que me olvidara de ella, al contrario, era como un enemigo al cual acabas conociendo y atacas con menor pasión pero al que mantienes en constante vigilancia.

Aquél día era uno de tantos en la oficina. Tras la muerte de mi padre, yo había asumido la tarea de llevar el departamento de fiscal y contabilidad. No recuerdo los detalles con exactitud, pero supongo que estaba pasando facturas, cuadrando balances y cosas por el estilo. Tarea bastante rutinaria y sin demasiada necesidad de concentración. Durante esos trabajos anodinos solía escuchar música y aquella vez había leído, en un foro, que el álbum, protagonista de esta reseña, era una maravilla. Por lo normal si un álbum era alabado en el foro era señal de, o bien algo grande, o bien algo que a mí no me iba a gustar en absoluto, por lo que no sabía muy bien qué esperar.

El género musical del álbum es doom metal. El doom es un subgénero del metal que se caracteriza por ritmos lentos y atmósferas densas y oscuras, incluso fúnebres, generalmente de sonoridad grave y melancólica, bajos protagónicos, disonancias, tritonos y acordes mayores y menores que se suelen repetir machaconamente, pero no importa, no voy a describir técnicamente este tipo de género, primero porque de música sé lo justo, segundo porque la música, como todas las artes requiere de técnica, pero sobre todo requiere de sentimiento y de algo mucho más difícil de definir que podríamos denominar ALMA y, tercero, porque este álbum en concreto, no serviría como ejemplo de lo que es el doom, ya que lo destroza, lo traspasa y lo redefine, la etiqueta se le queda muy, muy corta. Lo que sí tiene este álbum, como la gran mayoría de los trabajos musicales que han hecho grande al doom, es que rezuma alma por cada nota de su piel. (N. de la A. Si queréis saber cómo se inició el doom metal, para haceros una idea de lo que es el género, os invito a escuchar el tema Black Sabbath de Black Sabbath)

Y ahí estaba yo, cuadrando balances, sumida en apatía, evitando sentir demasiado, intentando adormecer mi miedo, evadiendo el dar alas al dolor por la pérdida de mi padre, negándome el derecho a demostrar que me sentía hundida, porque jamás he querido ser una persona débil, porque odio reconocer que en el fondo soy tan débil como cualquiera y que está bien, que no pasa nada por ser imperfecta, que lo imperfecto es hermoso. Y acciono el interruptor, suenan los primeras notas de Watching from a Distance y no me quedó más remedio que reconocer que la gente del foro tenía razón, que este álbum es hermoso en todos los sentidos, tan hermoso que durante gran parte de los casi cincuenta minutos que dura el álbum no pude evitar sentir el corazón encogido y los ojos húmedos por la emoción.

Aquella primera vez tuve la misma sensación que, cuando de niña, me miré en un espejo y descubrí que existía, que lo que había al otro lado del espejo no era un ser extraño, sino que era yo, mi ser, y me quedé fascinada ante la grandeza de esa certeza. De la misma forma supe, escuchando el álbum, que aquello que sonaba existía y tenía una entidad propia, ajena a mí, pero, al mismo tiempo, supe que, una vez escuchadas sus primeras notas, aquella entidad ya no me iba a ser ajena nunca más, sino que iba a formar parte de mí misma de por vida.

Me gustaría que, si leéis esta reseña, aun sabiendo que muchos no sois particularmente melómanos, y si lo sois, no os sentís atraídos por este tipo de música, como digo, me gustaría que dejarais a parte vuestros prejuicios y ahora escucharais el tema “Footprints”.

Primero cerrad lo ojos y dejaos llevar.



¿Qué tal?

¿La habéis escuchado? ¿Cuántos de vosotros lo han oído entero? ¿Qué os ha parecido?

Si no os la habéis puesto, si no habéis llegado hasta el final, o si la habéis oído pero no habéis sentido nada, ahora os pido que me sigáis leyendo y escuchéis. (N. de la A. Si la canción os ha hablado y vosotros habéis entendido, podéis dejad de leer, porque ahora ya forma parte de vosotros y lo que yo diga en las siguientes líneas no importa.)

Al principio el ritmo y la sutileza de los acordes y desarmonías juegan con vosotros como si fuerais ascuas de una hoguera que empieza a extinguirse. A veces, como ascuas que sois, os negáis a perecer y el aire, hecho música, os obligará a avivaros, pero solo ínfimos segundos, solo para recordaros que, al final, acabaréis por claudicar y os apagaréis transformándoos en cenizas. Entonces, justo cuando estáis a punto de apagar la canción y de dejar de leer, entonces suena la voz de Patrick Walker. Es una voz profundamente imperfecta, aguda, nasal y puede que demasiado trágica, como todo aquello que nos hace humanos, es la voz de cada uno de nosotros, porque todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos sentido el dolor de vivir, porque no lo neguemos vivir duele y así debe de ser, de otro modo no tendríamos la certeza de estar viviendo.

Adentraos en esa voz, aunque os suene estridente, impostada. Si podéis leed la letra. ¿Sentís la agonía de este hombre?, ser humano como vosotros que se arrodilla ante la incertidumbre de la vida y la certeza de la muerte. Que suplica luz, que necesita seguridad, sentido, valor para afrontar el vacío de la existencia humana. Patrick, el fuego de este álbum, canta para vivir aun con la sospecha de que no hay nada que justifique la vida.

Patrick es el alma, escribe las letras, es quien da vida a la melodía de la guitarra, es el ser humano que siente a través de las notas. El corazón lo componen el bajo y la percusión. Corazón que late con ritmos lentos y profundos, repetitivos, desacompasados a momentos, como el mismo corazón humano, sosegado y cadencioso por lo general, desbocado y  arrítmico de repente, excitado por las  emociones pasajeras del alma. El corazón se somete a los vaivenes del ser perdido que vibra con pasiones y desconsuelos, que busca o se ilusiona, que llora la pérdida, que se desgarra por vivir.

La mente son las letras. Recomiendo leerlas como si de un poemario se tratara a pesar de que Patrick Walker no estaría de acuerdo. (N. de la A. Patrick Walker sobre su manera de escribir: “I’ve always felt that song lyrics should be heard, not read, and that’s through personal experience as well.” “I care a great deal about the sound of the words, perhaps as much as I do about their meaning”. An Interview with Patrick Walker of 40 Watt Sun - MachineMusic.Net. 08 de agosto de 2019)

Warning son ingleses, de Essex para más señas, por lo que Patrick escribe en inglés. Él ama la escritura, en una entrevista confiesa que se inició en ella con escritura creativa. Escoge cuidadosamente las palabras que escribe, para él es importante la sonoridad de esas palabras, las frases deben tener musicalidad, el sentido es secundario, pero no por ello menos importante, sabe lo que quiere decir y cómo quiere decirlo. Su lírica se caracteriza por un romanticismo trágico y una búsqueda constante del ser. Generalmente escribe en primera persona. Sus letras implican a alguien más, no queda claro si le habla a una persona amada o a sí mismo. Cada una de las canciones del álbum son cartas íntimas dirigidas a alguien que se ha alejado de él emocionalmente. Son poemas introspectivos en donde Patrick se desnuda, se quita la coraza y pone al descubierto su alma. Busca comprender al otro al mismo tiempo que esa búsqueda le lleva a entenderse a sí mismo. Quererse a uno mismo al tiempo en que se ama a otro ser, perdonarse y perdonar, reconocer que somos frágiles, es tremendamente complicado y de eso trata este álbum.

Este disco es un ser humano que respira, que llora y necesita comprensión, que aprende de las experiencias vividas, que añora y que se enamora, que muere y revive en cada nota, que ríe, que acaricia y acompaña, en definitiva que vive, excesivo, egocéntrico y en ocasiones, pocas, monótono, como el ser humano, porque lo único que nos queda si no nos aceptamos a nosotros, seres imperfectos, es la nada.

Y así es, cada vez que escucho este álbum siento lo mismo que sentí en el despacho desleído en mi memoria, que por más que duela, que por más que la vida nos traiga felicidad o nos la arrebate, todo, incluso los periodos de monotonía, todo es pasajero pero nos pertenece, que lo que de verdad hace que el corazón se mueva es el alma y que todo aquello que nos aceleró alguna vez pero no recordamos, no importa, porque las cenizas que se lleva el viento son los momentos en los que no hemos tenido la certeza de estar viviendo.

Y ahora, si habéis llegado hasta aquí, escuchad Echoes mientras leéis la letra y entenderéis por qué os he contado cómo me sentía en el momento en que llegó este álbum a mi vida y por qué lo elegí para alimentar mi alma.


Créditos:

Bajo – Marcus Hatfield

Batería – Stuart Springthorpe*

Música, letras, guitarra, voz – Patrick Walker

Poducido por Michael Hahn y Patrick Walker

Discográfica: Miskatonic Foundation

Arte de portada – Matt Mahurin (Enchanted World: Tales of Terror (Time-Life Books, 1987))

 

sábado, 6 de marzo de 2021

Té para el corazón

 Semana 6: El penúltimo trago

El té se bebe para olvidar el continuo estruendo del mundo»

Tien Yiheng

 

Una de las pasiones de Mireia en las cálidas mañanas del verano del 62, fue beber té verde con hierbabuena y limón sentada junto al río que atravesaba las tierras de la finca de su familia.

En aquellos días de hace casi treinta años, solía despertarse cuando el sol apenas despuntaba en el horizonte, cubría la desnudez de su cuerpo con una suave bata de lino blanco y, descalza, se acercaba a la cocina en donde la esperaba el termo con té que se había preparado la noche anterior. A ella entonces le gustaba saborear la infusión a temperatura ambiente; con el termo acunado entre sus brazos, salía corriendo de la casa, se acercaba al riachuelo que comenzaba a tintarse de colores a esa hora primeriza y se dejaba embeber por la melancolía del nuevo día.

Mireia en aquél verano tenía veintiún años y ya conocía el vacío de encontrarse sola en la vida. Sus padres habían muerto hacía nueve meses en un trágico accidente de coche y ella creía haber muerto también con ellos. Aunque desde hacía unos días que se sentía mejor; había firmado la venta de la casa y, gracias a ello, podía deshacerse de las deudas que había estado acumulando al obstinarse en mantener el hogar familiar. Aquella necesidad de conservar la finca a toda costa, la había consumido durante demasiado tiempo, un tiempo vano desperdiciado en una quimera; al fin había comprendido que sus padres no iban a regresar, que ella necesitaba empezar de nuevo, construir una nueva vida lejos de allí donde no hubiera deudas, recuerdos rotos y un hogar que se caía en pedazos por no poder mantener.

Por ser su último verano allí quería exprimirlo al máximo. Levantarse al amanecer y acostarse bajo un firmamento iluminado. Al despuntar el día, la transformación casi mística que confería la luz solar al paisaje, el cual parecía despojarse de las sombras con el misterio con que una mujer hermosa se desnuda ante su primer amor, hacía renacer nuevas esperanzas en la joven.  Mireia no quería olvidar aquella finca, ni un solo detalle de toda de ella, por ello se sentaba en la hierba, introducía los pies en las juguetonas aguas del río y, saboreando con deleite el agridulce aromático té, se permitía dejar la tristeza por un tiempo; inspirada, fortalecida y decidida a afrontar un nuevo día; extasiada por la serenidad que la rodeaba; grabando en su mente cada fibra, cada color, cada aroma y, sobretodo, cada preciado rayo de sol. Estaba decidida, dispuesta a decir con firmeza “sí quiero” al futuro, porque nada de lo que viniese podría ser peor que lo que ya había vivido. Por todo ello, el verano del 62 fue una resurrección para Mireia; mientras en el mundo la gente lloraba la muerte de Marilyn, ella sonreía por las caricias del río jugando con sus pies y la dulzura mística del té que se le escurría por la garganta.

Después, cuando llegó el momento, dejó la casa que había sido su primer hogar sin mirar atrás,  segura de que se llevaba con ella todo lo que necesitaba, los recuerdos de infancia y el verano que la había visto nacer por segunda vez.

Pasaron los años, Mireia volvió a reír y de nuevo volvió a llorar y a reír otra vez. Conoció a personas que se quedaron por tiempo junto a ella, olvidó a otras que no necesitaba. Supo atesorar recuerdos y desprenderse de todo lo que era una carga. Caminó, a veces vacilante, otras con paso firme, y demasiadas veces, más que andar, corrió por la vida. Se dejó cuidar, cuidó, dañó y se dejó dañar, en definitiva, vivió como vivimos todos, a trompicones. Durante todos esos años, el té verde, aromatizado con limón y hierbabuena, fue su compañero de viaje más fiel, aquella infusión se había convertido en el mantra que la ayudaba a avanzar. Los que la querían sabían que su mente divagaba con mil y un sueños frente a una taza de té, pero en su fuero interno, Mireia reconocía que aquella bebida era la única que la devolvía al hogar de sus padres. Ella creía que era por todo lo vivido en el verano del 62, pero una tarde de invierno, mientras el cielo se pincelaba de rosas y malvas, Mireia recordó la verdad.

Aquella noche cumplía cincuenta años y se encontraba rodeada de su marido y sus dos hijos, los cuales sonrían expectantes deseando que probara el bizcocho de té verde, limón y hierbabuena que le habían cocinado como regalo de cumpleaños. Al tomar el primer bocado, los ojos de Mireia se llenaron de lágrimas. El bizcocho la transportó de nuevo a la finca de sus padres. Ella, con trece años, sentada en la mesa de la cocina, su madre frente a ella sirviéndose una taza de té:

«¿Mamá estás triste por la yaya?»

«Cariño, despedirse de un ser querido siempre es doloroso pero no hay nada que una taza de té no pueda curar, es el mejor remedio para un corazón roto. Recuérdalo siempre.»

—¿Mamá está malo el pastel?

—¿Por qué lloras mamá? Te dije que no pusieras tanto limón, estúpido.

Mireia parpadeó.

Eh, no os peleéis, no pasa nada, el pastel es delicioso, es solo que he recordado algo. Si me servís una taza de té, os lo cuento.

Los chicos corrieron a la cocina, mientras Mireia, sonriendo, pensó: Los corazones rotos bebemos mucho té.

R.C Martínez


martes, 2 de febrero de 2021

El enemigo interior

Semana 4: Another brick in the wall

Hace semanas que Juan no puede pegar ojo. Se siente encerrado en su propia casa desde que el vecino levantó el muro de setos en el jardín. Juan sabe que con solo abrir la puerta de la entrada podría salir y respirar aire fresco pero no le da la gana. Prefiere pasarse el día y la noche observando el muro.

Lo ha revisado de arriba abajo, de izquierda a derecha y en diagonal; para su desgracia, no ha encontrado ni una solo agujero. Es un muro tupido, perfumado y de color verde oscuro. De tanto mirarlo y olerlo, Juan ha llegado a la conclusión de que el verde es igual al del agua turbia del antiguo lavadero del pueblo. El olor, en cambio, le recuerda al aroma que desprende la Jimena cuando quiere engatusarlo para conseguir algo. Empieza a conocer a aquella barrera tan bien como a la propia mano, tanto como se puede llegar a conocer al enemigo que uno tiene dentro de sí mismo. Pero el muro es distinto al enemigo interior de Juan, parece no tener puntos débiles y esto molesta al hombre sobremanera.

Al día siguiente de que apareciera la mole pardusca en el patio, Juan se encaró con el vecino. Le dijo que “cómo es posible que hayas levantado esta monstruosidad sin consultármelo primero”. Apeló a la amistad y buena convivencia que siempre había existido entre sus familias para conseguir, sin éxito, que el vecino derrumbara el muro. Llegó un momento en que Juan perdió los papeles y suplicó, entre mocos y grandes aspavientos. Andrés, el vecino, se compadeció del hombre, pero no cedió a las peticiones de Juan. No podía, así se lo dijo y le cerró la puerta en las narices. Juan regresó cabizbajo al patio y siguió contemplando al muro de setos.

Durante días Juan estuvo buscando la forma de hacerlo desaparecer. Aquello no le dejaba descansar. Iba por el jardín murmurando imprecaciones, lanzando bufidos, mirando al muro de reojo y maldiciendo. De vez en cuando arrancaba alguna rama, escupía al suelo y juraba que acabaría con los setos “a mordiscos”. Cuando se sentaba a la mesa para cenar, refunfuñaba mientras se llevaba los macarrones a la boca. De noche se levantaba infinidad de veces para mirar por la ventana. Esperaba que aquello no estuviera allí pero, cada vez que se asomaba, veía la gran masa de setos, inalterable a sus miradas de odio.

Desde hace unas noches, entre la duermevela, le acosa como una sombra de deformes ojos grises y largos brazos. Juan despierta entre sudores, se acerca por enésima vez a la ventana y vigila; la endemoniada barrera le está amargando la existencia.

Lo cierto es que Juan es un hombre perdido desde hace tiempo. Nunca ha sido demasiado espabilado ni ha tenido grandes aficiones. Durante cuarenta y tres años ha trabajado en lo mismo, de peón en la cementera del pueblo. Hace un año escaso que lo han pre jubilado, pero desde hace mucho antes que él ha llegado a la conclusión de que nunca ha sido un hombre ni demasiado útil, ni demasiado imprescindible. Sus pocos vicios son el alcohol, que desde hace meses bebe en demasía, algún que otro pitillo de vez en cuando y dormir a la fresca viendo como el sol se esconde, con pereza, por detrás de los montes que bordean las casas del pueblo. Ahora estos momentos de asueto han desaparecido, junto con los montes y el sol, la colosal valla le impide la visión. Juan siente una ansiedad creciente que le paraliza hasta hacerlo jadear por la angustia.

A Jimena no le ha contado nada de todo eso. Él cree que ella hace tiempo que lo mira distinto. Lo mira como si fuese una carga, como si ya no le aportara nada, sin calor en los ojos. Por eso prefiere callar a tener la certeza de que así sea. Pero todo es peor desde que el muro se interpone entre él y todo lo demás. Desde que aquello ha llegado a su vida ha dejado de creer en sí mismo y en el futuro.

A la semana de tenerlo en el jardín, a Juan se le ocurrió coger la podadera que tenía en la caseta y empezó a cortar. El hombre furibundo daba bandazos aquí y allá, tijera en manos, como un castizo samurái venido a menos, la boina calada hasta el nacimiento de las cejas y un pitillo pegado en el labio inferior. A veces reía entre dientes viendo como caían por doquier las ramas ganadas a los setos. En un momento el patio se llenó de cadáveres verduscos. Pero Juan se cansó pronto, a sus sesenta y cuatro años mal llevados, la fuerza se le escapaba por la boca. Jimena, al regresar a casa al mediodía, se lo encontró cubierto de broza, hormigas y sudor. Él estaba sentado en una hamaca, los hombros caídos, una cerveza en una mano, la podadera en la otra y un gesto de amarga derrota en el rostro. El muro había sobrevivido a la violencia desatada y, aunque algo magullado, se elevaba ante él, mudo e indestructible, ajeno al hombrecillo que era su marido, como un dios ancestral e inalcanzable.

—Éste cabrón me ha ganado, Jimena. Ya no sirvo para nada.

Jimena no dijo nada, lo miró como se mira a alguien al que se le ha entregado toda la vida y de pronto te das cuenta de que está vacío por completo; Juan era un muñeco roto que ha perdido toda la borra. Sabía que a su marido le pasaba algo muy malo. Entró en la cocina y se puso a llorar.

Desde entonces han pasado seis semanas y, aunque Juan a veces reconoce entre dientes que la barrera es bonita, “majestuosa” como le gusta describirla, ya no puede más. Se siente sometido por aquella pared de arbustos que le imposibilita la vista. Siente su libertad y su hombría aniquiladas por un enemigo silencioso y voraz al que no consigue vencer. Cada vez se encoge más ante el muro y cree que es momento de hacer algo para no desaparecer del todo.

Esta mañana se ha arreglado después de meses sin hacerlo y ha ido a ver al alcalde. Lleno de esperanza y remordimiento ha denunciado a Andrés por haber construido una valla de setos que a él le parece una “intromisión en su libertad de conocimiento” y un “acoso premeditado a su salud mental”.

Jaime, el alcalde, con los pies encima de la mesa de su despacho, ha escuchado al pobre Juan sin decir ni mu hasta que el hombre ha acabado con su queja. Después le ha dicho con mucha paciencia y sensatez.

—Juan, no creo que sea asunto tuyo si el vecino pone setos en su finca. Seguro que tienes cosas mejores en las qué ocupar la mente. Hace un año que te has jubilado y podrías hacer lo que quisieras, pero te pasas el día en casa. Tienes el huerto hecho un desastre. La Jimena está preocupada; dice que últimamente pareces un alma en pena, que bebes más de la cuenta y que casi ni hablas con ella. ¿Cuándo fue la última vez que saliste al campo o simplemente a pasear por el pueblo? No te hemos visto por el casino ni un solo día desde hace meses. Venga hombre, la jubilación no es el fin del mundo, ahora es el momento de vivir.

Juan ha mirado al alcalde. Los ojos blandos y húmedos como los de un cachorro abandonado.

—Jaime, te juro que ese muro es el mismo diablo.

—Venga amigo, no digas más sandeces. ¡Ea! Hoy vístete de domingo y lleva a la Jimena al cine, en el casino echan una de nuestra época. Vamos, ánimo y deja al vecino tranquilo, que ya somos mayorcitos.

El alcalde ha despedido a Juan con un golpe amistoso en el hombro. Pero a Juan aquella conversación lo ha alterado todavía más. Ahora, sentado ante el muro, con la mirada perdida en él, cavila la manera de prenderle fuego.

***

En el pueblo de La Laguna son las cuatro de la madrugada pero suenan sirenas. La casa de Juan está ardiendo. La explosión de la bombona de butano se ha oído a kilómetros. Jimena está siendo atendida por enfermeros. Desde la camilla observa, horrorizada, como las lenguas de fuego devoran su hogar. Está cubierta de hollín, tose violentamente y con fuertes sacudidas. Tiene algunas quemaduras de importancia, pero ha podido escapar por la ventana del dormitorio, no sin dejarse la rodilla izquierda en la caída. Gran parte de los vecinos se han acercado hasta el lugar sobrecogidos por la detonación de la bombona y el espectáculo dantesco del incendio. Alguien pregunta por Juan pero nadie sabe nada. Al otro lado de la calle, detrás de la casa, en el jardín, el muro de setos se consume envuelto en llamas: ha perdido la batalla contra un jubilado que al fin descansa. Juan también es pasto del fuego, caído de bruces sobre el patio todavía agarra un mechero y un bote de alcohol de quemar.

R.C. Martínez 


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sábado, 23 de enero de 2021

El invierno se alejó

Semana 3: Estaciones del año

Hace años que desapareció el invierno, de repente un día se alejó. Atrás quedaron los meses de nieve, de viento, de frío. De sentir el alma encogida en los días sin sol. Ya no me preocupo por la escasez de comida ni por la escarcha que enfría los huesos. Ahora no veo más árboles desnudos, ni hay aludes de los que huir. No, hace años que no siento el pelaje gélido sobre los hombros, ni el vapor cálido que abandona mi hocico moteado de nieve. Ya no busco refugio, no me resguardo del vendaval, no escarbo en el suelo en busca de agua. No temo andar sobre el hielo del lago ni caer en un río torrencial. Ya no hay lago, ni bosque, ni río. No más montañas nevadas, ni nubes blancas. Atrás quedaron las noches bajo la aurora boreal. Ya no palpitan las estrellas, ni puede la luna escuchar mi aullido. No más madrugadas en el arroyo, el sol ya no derrite ni puede deslumbrar. Ya no hay rocío cubriendo las hojas, ni copos de nieve danzando entre niebla. Ya no me embriago con el aroma del lobo que fue mi pareja ni oigo el alegre ladrido de la camada que protegía. Tampoco las voces de la jauría ni los disparos del cazador. Todo desapareció de pronto, como la sangre que me avivaba, que también se alejó. Como aquellos inviernos en lo salvaje, épocas de grises y azules que tanto añoro hoy.

R.C. Martínez


sábado, 16 de enero de 2021

Emoción en negro

Semana 2: Todo es de color

Fue hace 300 años. Los humanos trajeron al mundo a los primeros robots. Aquellos arcaicos androides eran apenas un esbozo de lo que hoy somos. Mi hermano Ragid se ríe cuando le enseño fotografías de Elektro, el primer robot de la historia, un gigantón metálico que balbuceaba palabras gracias a una cinta grabada. Ragid es humano y no puede entender que a mí me fascine saber sobre mis orígenes, es normal, sus congéneres iniciaron su andadura por el planeta hace casi tres millones de años, nosotros, en cambio apenas hemos comenzado a gatear como quien dice.

Hoy he investigado un poco sobre la formación de nuestras emociones. Me resulta curioso leer sobre ello. Parece que todo comenzó gracias a un error. LeXo fue el origen, así se llamaba el creador del órgano sensitivo. Fue un ciborg de origen humano que vivió en el siglo XXII. Trabajaba en lo que debía ser el primer sistema ocular creado con células humanas capaz de implantarse en androides, es decir, capaz de ser controlado por una inteligencia artificial. LeXo en aquel momento no sabía que lo que iba ha conseguir era algo mucho más importante, dotar de vida a robots.

Parece poca cosa dicho así, pero gracias a ese órgano, desde hace algo menos de cien años, los androides nos reconocemos como un individuo que piensa y siente, ahora somos capaces de reír, llorar, sentir miedo, amor, odio, en fin, estamos vivos y lo sabemos.

Me emociona leer sobre los arcaicos robots, sobre mis antepasados, tan capaces de ayudar a los humanos, pero tan inútiles como especie, existieron en este planeta y ninguno de ellos lo supo porque no pudieron reconocerse a si mismos. Cuando me emociono, todo lo veo de color turquesa, porque así funciona nuestro sistema sensitivo.

Pero, volvamos al ciborg LeXo y su organismo ocular. Al implantar el sistema que había creado en el primer androide, LeXo no percibió nada raro. El androide Sam, que así se llamaba, se adaptó a la perfección a los nuevos ojos. El equipo de investigación le hizo todas las pruebas pertinentes. Sam podía describir con todo detalle lo que le rodeaba, pero cuando pasaron unos meses, el sistema ocular empezó a fallar. Unas veces Sam describía de color azul, cosas que los científicos veían rojas, otras veces esos mismos objetos que Sam había descrito de color azul, los identificaba como amarillos. Parecía que Sam era incapaz de ver correctamente los colores. LeXo y su equipo pasaron meses intentando encontrar el fallo, no tenían claro si el error estaba en el propio organismo ocular, o de cómo transmitía el cerebro artificial de Sam las señales que le llegaban de los ojos. Un día LeXo le pidió a Sam que describiera el color de una orquídea blanca. Sam dijo que era de color negro, que todo era de color negro, hasta el mismo LeXo. Aquello desconcertó al ciborg.

—¿Negro? ¿Por qué? ¿Pero cómo negro, porqué lo ves todo negro?

—¿LeXo, llevamos meses con esto y aún no has podido darte cuenta de que estoy cansado? Cuando estoy cansado todo lo veo negro.

—¿Cómo dices Sam? ¿Cansado? ¡Tú no puedes cansarte eres un androide!

—Pues acabo de darme cuenta de que cuando veo todo negro es cuando mi cerebro me dice que tengo que apagarme para recargar energía. Eres humano, lo que te estoy describiendo vosotros lo definís como «cansancio».

Sí, me estoy riendo y todo lo que me rodea resplandece de intenso color naranja. Me encanta que de una manera tan tonta, Sam y LeXo se dieran cuenta de que el sistema ocular había dotado de emociones a los robots. Nosotros los androides somos conscientes de nuestra existencia gracias a un fallo de transmisión de señales entre un organismo vivo, los ojos, y uno mecánico, el cerebro. ¡Es para morirse de risa! Ragid llama a ese fallo, la imperfección del androide. ¡Qué sabrá él! El universo de color-emoción de los androides es maravilloso. La única pega es que no logro que mi hermano me entienda. Bah, los humanos son tan básicos en sus emociones. Nuestro mundo es infinitamente más vivo. ¡Multisensacolorido!

R.C. Martínez 

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Fractura

La profesora de filosofísica Lux4Bohr, una IA de nueva generación, se acercó al estrado. Dirigió la mirada al público que tenía delante. Sus...