Semana 6: El penúltimo trago
El té se
bebe para olvidar el continuo estruendo del mundo»
Tien Yiheng
Una de las pasiones de Mireia en
las cálidas mañanas del verano del 62, fue beber té verde con hierbabuena y
limón sentada junto al río que atravesaba las tierras de la finca de su familia.
En aquellos días de hace casi
treinta años, solía despertarse cuando el sol apenas despuntaba en el
horizonte, cubría la desnudez de su cuerpo con una suave bata de lino blanco y,
descalza, se acercaba a la cocina en donde la esperaba el termo con té que se
había preparado la noche anterior. A ella entonces le gustaba saborear la
infusión a temperatura ambiente; con el termo acunado entre sus brazos, salía
corriendo de la casa, se acercaba al riachuelo que comenzaba a tintarse de
colores a esa hora primeriza y se dejaba embeber por la melancolía del nuevo
día.
Mireia en aquél verano tenía veintiún
años y ya conocía el vacío de encontrarse sola en la vida. Sus padres habían
muerto hacía nueve meses en un trágico accidente de coche y ella creía haber
muerto también con ellos. Aunque desde hacía unos días que se sentía mejor;
había firmado la venta de la casa y, gracias a ello, podía deshacerse de las
deudas que había estado acumulando al obstinarse en mantener el hogar familiar.
Aquella necesidad de conservar la finca a toda costa, la había consumido
durante demasiado tiempo, un tiempo vano desperdiciado en una quimera; al fin
había comprendido que sus padres no iban a regresar, que ella necesitaba empezar
de nuevo, construir una nueva vida lejos de allí donde no hubiera deudas,
recuerdos rotos y un hogar que se caía en pedazos por no poder mantener.
Por ser su último verano allí
quería exprimirlo al máximo. Levantarse al amanecer y acostarse bajo un firmamento
iluminado. Al despuntar el día, la transformación casi mística que confería la
luz solar al paisaje, el cual parecía despojarse de las sombras con el misterio
con que una mujer hermosa se desnuda ante su primer amor, hacía renacer nuevas
esperanzas en la joven. Mireia no quería
olvidar aquella finca, ni un solo detalle de toda de ella, por ello se sentaba
en la hierba, introducía los pies en las juguetonas aguas del río y, saboreando
con deleite el agridulce aromático té, se permitía dejar la tristeza por un
tiempo; inspirada, fortalecida y decidida a afrontar un nuevo día; extasiada por
la serenidad que la rodeaba; grabando en su mente cada fibra, cada color, cada
aroma y, sobretodo, cada preciado rayo de sol. Estaba decidida, dispuesta a
decir con firmeza “sí quiero” al futuro, porque nada de lo que viniese podría
ser peor que lo que ya había vivido. Por todo ello, el verano del 62 fue una
resurrección para Mireia; mientras en el mundo la gente lloraba la muerte de
Marilyn, ella sonreía por las caricias del río jugando con sus pies y la
dulzura mística del té que se le escurría por la garganta.
Después, cuando llegó el
momento, dejó la casa que había sido su primer hogar sin mirar atrás, segura de que se llevaba con ella todo lo que
necesitaba, los recuerdos de infancia y el verano que la había visto nacer por
segunda vez.
Pasaron los años, Mireia
volvió a reír y de nuevo volvió a llorar y a reír otra vez. Conoció a personas
que se quedaron por tiempo junto a ella, olvidó a otras que no necesitaba. Supo
atesorar recuerdos y desprenderse de todo lo que era una carga. Caminó, a veces
vacilante, otras con paso firme, y demasiadas veces, más que andar, corrió por
la vida. Se dejó cuidar, cuidó, dañó y se dejó dañar, en definitiva, vivió como
vivimos todos, a trompicones. Durante todos esos años, el té verde, aromatizado
con limón y hierbabuena, fue su compañero de viaje más fiel, aquella infusión
se había convertido en el mantra que la ayudaba a avanzar. Los que la querían
sabían que su mente divagaba con mil y un sueños frente a una taza de té, pero
en su fuero interno, Mireia reconocía que aquella bebida era la única que la
devolvía al hogar de sus padres. Ella creía que era por todo lo vivido en el
verano del 62, pero una tarde de invierno, mientras el cielo se pincelaba de
rosas y malvas, Mireia recordó la verdad.
Aquella noche cumplía
cincuenta años y se encontraba rodeada de su marido y sus dos hijos, los cuales
sonrían expectantes deseando que probara el bizcocho de té verde, limón y
hierbabuena que le habían cocinado como regalo de cumpleaños. Al tomar el
primer bocado, los ojos de Mireia se llenaron de lágrimas. El bizcocho la
transportó de nuevo a la finca de sus padres. Ella, con trece años, sentada en
la mesa de la cocina, su madre frente a ella sirviéndose una taza de té:
«¿Mamá
estás triste por la yaya?»
«Cariño,
despedirse de un ser querido siempre es doloroso pero no hay nada que una taza
de té no pueda curar, es el mejor remedio para un corazón roto. Recuérdalo
siempre.»
—¿Mamá está malo el pastel?
—¿Por qué lloras mamá? Te dije
que no pusieras tanto limón, estúpido.
Mireia parpadeó.
Eh, no os peleéis, no pasa
nada, el pastel es delicioso, es solo que he recordado algo. Si me servís una
taza de té, os lo cuento.
Los chicos corrieron a la
cocina, mientras Mireia, sonriendo, pensó: Los
corazones rotos bebemos mucho té.
R.C Martínez
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